Wilkie Collins - La Dama de Blanco

“Madame Monet y su hijo” obra de Claude Monet

Wilkie Collins el rey del misterio, uno de sus padres. Antes de empezar el libro, había oído muchas cosas sobre él, pero en realidad muy poco; parecía un gran secreto de ochocientas páginas. Esto no se comprueba hasta que se cruza el umbral de las primeras hojas. Al oír “intriga” y todas esas cosas de “tensión”… pensé que la señora intriga no se detenía a ver el paisaje y a disfrutar de una tarde de abril. Una vez más estaba equivocado. A veces tenemos esa mente pragmática y utilitarista, en la que se define a un asesino –por ejemplo– por lo que lo caracteriza, el crimen; pero afortunadamente el hombre va más allá, los homicidas también leen clásicos, disfrutan con  el cine, y se les encienden los ojos en un atardecer, simplemente además de todo eso se les atragantó alguna cuestión, que ahora los hace más detestables.  Disculpa que me detenga en este asunto puramente casual, pero esto brilla en los dramas de Shakespeare, donde los personajes son capaces de lo mejor y de lo peor: humanos. Maravilloso.

La novela tenía esa estética ideal que trazan y exhiben caprichosamente  los clásicos de la literatura a quienes tienen el privilegio de leerlos. No era solo una buena historia, era un lugar precioso como nunca antes se vio, un personaje sugerente, frases estudiadas y esculpidas cuidadosamente. ¿Aquello era misterio? Era obra de un artesano, de una araña que tejía lenta y elaboradamente una telaraña perfecta. Es una actitud que esclaviza al lector a las obras de arte. La novela mandaba, y no podías hacer otra cosa que seguir leyendo mientras las letras absorbían tus pensamientos, y te comían poco a poco. La comida ya no importa, es Walter Hartright, la señorita Fairlie, o el astuto conde Fosco, tal vez la señorita Halcome. La “realidad” que se crea dentro del cerebro, invade un poco a la que se crea fuera, al espíritu. Nunca una invasión fue tan permitida y placentera.

El señor Collins debe ser un gran antropólogo, su obra lo exige. Así, merece el título de conocedor del hombre, por saber retratarlo una y otra vez con aquella actitud, con la aparición de ese nuevo personaje. El conde Fosco me ha llamado considerablemente la atención, no es la primera vez que se convierte en objeto de alguno de los artículos. El dominio absoluto de sí, la fascinación que por él sienten sus coetáneos, su astucia –repito–, su elegancia totalmente carente de vulgaridad en todo momento, su mente analista y estudiosa de todo, su buen gusto. En fin que cada uno interprete su papel; “sé tú mismo el resto de papeles están cogidos” como dice O. Wilde; pero lo vulgar no es admirable, lo admirable eleva el espíritu, y ¿porque no iban a ser admirables los villanos?. No hay villanos en toda regla, son capaces de lo inesperado. Creo que somos rompecabezas, y debemos ser mineros y escultores, sacando lo mejor de cada cuestión, secuestrando belleza, admiración, cualidad, virtud; quedándonos con la excelencia. En definitiva cazadores, ¿no buscamos todos lo mismo?.

Me atrevería a decir que el fin último de la obra no es ella en sí misma, como podría pensarse de este género: no empieza y acaba en ese grosor de papel encuadernado, digamos que “va más allá”. Pero dejemos al autor y a su obra. En el prólogo del libro versa: “sobre lo que una mujer puede soportar”. Que es la vida sino: amor, odio, belleza… y otros colorantes y conservantes que la convierten en una maravillosa mentira, o en una majestuosa verdad. De eso quizás va el libro, de deseos e intentos.

He copiado un fragmento del libro, ¡no para que lo leas!, sería un delito fatal. Es por placer. Únicamente si estás en tu lecho de muerte, o tienes el firme convencimiento de que no podrás deleitarte con esta maravillosa novela –Dios no lo quiera–, o simplemente ya hayas disfrutado “La Dama de Blanco”, te rescato una descripción a manos del protagonista de la primera vez que ve al amor de su vida. Apasionante. Hay cosas que a sabiendas no perdería, es una desgracia que no la leas en su contexto, en fin: así son las cosas.

¿Cómo podría describirla?¿cómo podría desgajarla de mis propias sensaciones y de todo lo ocurrido con posterioridad? ¿cómo podría verla de nuevo tal como la vi como apareció ante mis ojos por vez primera, tal como debiera estar ahora mismo ante ante mis ojos que a punto están de contemplarla en estas páginas?

Se encuentra ahora sobre la mesa en que escribo una acuarela que hice sobre Laura Fairlie en una época un tanto posterior, en la cual la representé en la actitud y en el lugar en que la vi por vez primera. La contemplo, y destacada sobre el trasfondo entre verduzco y ocre del pabellón en medio del jardín se me aparece con brillantez una silueta liviana y juvenil, ataviada con un simple vestido de muselina, cuyo diseño está formado por amplias franjas alternas d azul claro y de blanco. Un chal de esa misma tela envuelve con nitidez sus hombros; le cubre la cabeza un sombrerito de paja de color natural, sencillo y sobriamente adornado con una cinta que hace juego con el vestido, y que proyecta una sombra tenue y perlina sobre la parte superior de su rostro. Su cabello es de una tonalidad castaña tan sumamente clara –no es rubio del todo pero casi igual de luminoso; tampoco dorado, pero casi igual de brillante–, que parece a punto de diluirse aquí y allá entre la sombra que le proporciona el sombrerito. Lo lleva partido con una raya al medio y sujeto tras las orejas, si bien forma unas ondas al atravesar a uno y a otro lado su frente. Tiene las cejas un tanto más oscuras que el cabello, y son sus ojos de ese límpido azul turquesa que tan a menudo han cantado los poetas y que tan raras veces se llega a ver en la vida real. Son unos ojos de un color adorable, de una forma no menos adorable, grandes y tiernos y reposados, pensativos, aunque de una belleza que, por encima de todas las cosas, se halla en la clara, abierta verdad de la mirada que habita en sus honduras, y que trasluce en todos los cambios de expresión la luz propia de un mundo mejor y más puro que este. El encanto –gentil y distinguido al mismo tiempo– que vierten sobre la totalidad de la cara cubre y transforma de tal modo sus pequeños defectos, naturales en todo ser humano, que resulta difícil estimar los méritos y las tachas relativos del resto de sus rasgos. Es difícil fijarse en que en la parte inferior de la cara es de una delicadeza y un refinamiento quizás excesivos en la barbilla, de modo que tal vez no estén en justa proporción con la parte superior;  es difícil darse cuenta de que la nariz, al parecer de una cueva aguileña (siempre algo dura y cuando menos cruel en una mujer, al margen de la abstracta perfección  de que pueda estar dotada), ha errado levemente en el extremo opuesto y ha perdido la ideal rectitud de sus líneas; difícil notar que los labios, dulces y sensuales, está sometidos a una mínima contracción cuando sonríe, pues los curva de forma casi inapreciable hacia arriba en una de las comisuras, acercándolos a la mejilla. Tal vez sería posible percibir estos defectos en en rostro de otra mujer, pero nos es fácil percatarse de que existen en el suyo, pues se halla sutilmente relacionados con todo lo que de individual e irrepetible tiene su expresión, al tiempo que ésta depende muy estrechamente, para dar pleno juego y dotar de vivacidad a todos y cada uno de sus rasgos, del impulso móvil de los ojos.

¿Acaso mi pobre retrato, fruto del trabajo paciente, del trabajo que más me gusta, realizado a lo largo de muchos días felices, pone de manifiesto todas estas cosas? ¡Ah, qué pocas se encuentran plasmadas en un borroso y mecánico dibujo, y cuántas habitan en cambio en la imaginación que lo contempla! Una delicada muchacha de cabellos claros, con un bonito y liviano vestido, que pasa las hojas de un bloc de dibujo  a la vez que mira al frente con sus ojos azules, inocentes, veraces: eso es todo lo que del dibujo se puede deducir; eso es todo, tal vez, lo que quizás el dominio más profundo del pensamiento y de la pluma pueda expresar en su propio lenguaje. La mujer, que es la primera en dar vida, luz y forma a nuestra difusa concepción de la belleza, viene a colmar un vacío de nuestra naturaleza espiritual que ha permanecido ignoto en nosotros hasta el momento de conocerla. Hay atracciones que resultan demasiado hondas para expresarlas mediante las palabras, demasiado hondas para los pensamientos incluso; son atracciones que en tales ocasiones despierta gracias a otros encantos distintos de los que perciben los sentidos, distintos de los que pueden causar nuestros recursos expresivos. El misterio que subyace a la belleza de las mujeres nunca queda al alcance de la expresión hasta que reclama su íntimo parentesco con el misterio más profundo de nuestras almas. Entonces, y solo entonces, rebasa los límites angostos que iluminan, en este mundo, las luces brotadas del pincel y de la pluma.

Cabría pensar en ella como pensamos en la primera mujer que aceleró el pulso que late en nuestras venas de un modo que el resto de sus congéneres nunca pudo agitar. Que esos sinceros y dulces ojos azules miren de frente a los tuyos, lector, con esa imparable mirada que tan bien recordamos los dos. Que su voz hable con aquella música tan acordada a tu oído como al mío. Que sus pasos, cuando va y viene por estas páginas, sean como aquellos otros pasos alados a cuyo ritmo latía en tiempos tu corazón. Obsérvala y tómala como un visionario engendro de tu fantasía, que ella crecerá hasta alcanzar toda nitidez y aparecer ante tus ojos como la mujer real que habita en los míos.

Entre las muchas sensaciones que se agolparon en mi interior en cuanto posé los ojos en ella –sensaciones familiares y de todos conocidas, que no en vano brotan a la vida en los corazones de casi todos nosotros, que mueren en tantos más y que renuevan su existencia en los menos– hubo una que me turbó y me dejó más perplejo que las otras; una, en suma, que me pareció extrañamente incoherente e inexplicablemente fuera de lugar en presencia de la señorita Fairlie.

_
A la vívida impresión que me produjo el encanto de su rostro y su rubia cabellera, su dulce expresión y la arrebatadora sencillez de su talante, se mezcló otra impresión que, de forma sombría, me llevó a pensar que algo faltaba. En un momento determinado parecía como si algo faltara en ella; en otro, como si algo faltara en mí mismo, y eso me estorbaba a la hora de comprenderla tal como debiera. Esta impresión siempre era de gran intensidad, por contradictorio que pueda parecer, cuando ella me miraba; dicho de otro modo, era especialmente intensa cuando más consciente era yo de la armonía y el encanto de su cara, aunque al mismo tiempo me turbaba más si cabe debido a esa sensación de carencia cuya raíz me resultaba imposible averiguar. algo faltaba, faltaba algo. Dónde estaba, qué era: eso sí que no llegaba a comprenderlo._

El efecto que tuvo este curioso capricho de mi imaginación (pues así lo califiqué entonces) no fue de tal naturaleza que me hiciera sentir cómodo cuando tuvo lugar mi primer encuentro con la señorita Fairlie. Las contadas palabras de bienvenida que ella pronunció las recibí yo con tan escasa seguridad en mí mismo que apenas acerté a darle las gracias con las acostumbradas frases de cortesía.

Homo Legens, 2006. La Mujer de Blanco. págs 65-68.